“Con mis recuerdos de El Prado sucede algo muy curioso: me parece que siempre había sol, el cielo era transparente como un cristal celeste y las nubes como claras batidas con azúcar; tengo la engañosa sensación de que jamás llovía.
A pesar de que guardo en la memoria la fila de agujeritos que dejaba la lluvia en la tierra, cuando caía del techo donde no había canoa; la zanja donde nadábamos, si puede llamarse nadar el chapotear en un poco de agua de lluvia acumulada; la sensación de las gotas de lluvia golpeándome la cara y las espaldas y el zacate mojado que chirriaba bajo mis pies descalzos, no recuerdo la lluvia misma; no recuerdo haber visto jamás el paisaje rayado con el lápiz gris de la lluvia.
No sé si es que la lluvia me parece triste y en El Prado hasta la lluvia era alegre, lo cierto es que creo que en El Prado siempre hacía sol.
Hacía sol cuando encontramos un nido de ratones en la bodega de la caballeriza y cuando Papá nos llevó la ardilla, la Ceiba y la perrita. . .; hacía sol cuando Rolfi llegó con las palomas y cuando llegaron a visitarnos los diferentes miembros de la familia; hacía sol cuando montábamos a Tábano y cuando llegó la Canela. También hacía sol cuando Teodora rayaba el coco y . . . cuando Carusa le hizo ropa a mi muñeca y cuando Angelina nos dio tortillas; cuando fuimos a Los Diamantes y Hermann conoció a Olguita, y cuando me dieron Mamey en El Molino y se me aflojó la chapita; y cuando comíamos lengua de vaca, y aún cuando quise subir al ilang ilang. . . y hasta cuando Aurelio encontró la oropel y cuando vi la culebra en el mandarino.”
Lily Kruse, 1966
"Así lo recuerdo yo"
viernes, 27 de junio de 2008
Memorias del Atlántico
¿De dónde vino la inspiración de Lily Kruse? En parte, surgió de su propia infancia, que describió con detalles en un libro que le escribió en 1966 a su hermana y sus dos hermanos: Así lo recuerdo yo. Lily Kruse nació en Limón, y vivió sus primeros años en la finca bananera “Waldeck”, en 28 Millas, Línea Vieja, con sus padres Hermann Kruse y Aida Ramírez. . .
Tuvo entonces una infancia llena de aventuras entre Limón y las fincas “El Prado”, en Guápiles, y “El Tortuguero”, en el puro Noreste de Costa Rica. Así la pequeña Lily y sus hermanos fueron niños que viajaron en tren, montaron a caballo y jugaron entre árboles de caimito y de ilang ilang; se comieron las frutillas del árbol de “lengua de vaca”, no porque fueran muy ricos, sino porque les dejaba la lengua morada; se subieron a un mandarino para disfrutar de la mañana; y se pegaron más de un susto con las serpientes de la zona. No es casualidad, entonces, que en su cuento “Daniel y serpentina”, Daniel le dice a la culebra que se encuentra en el jardín. . .
-Está bien-dijo Daniel levantándola del suelo-, ¿por qué no íbamos a ser amigos?
-Porque los niños me tienen miedo.
-Yo no- se extrañó Daniel.
-Porque estás chiquito. Ya verás: enseguida te dirán cosas horribles de mí. Tu mamá va a decirte: “Daniel, es mejor no jugar con esos animalillos, porque algunos muerden muy duro, y otros, hasta tienen veneno”. Y tu abuela. . . Eso va a ser peor: “ ¡Qué horror! Va a decir, esos animales son horrorosos, y además, ¡peligrosísimos!” Y tiene razón, porque a ella le tocó conocer muy de cerca las peores de mi raza, las que sí son venenosas. . .”
Es así como nos describe, en un cuento dedicado a uno de sus nietos, capítulos de su vida en la naturaleza. En sus memorias de un Atlántico todavía bastante salvaje aparecen constantemente animales silvestres que luego aparecen en sus cuentos y poesías : mariposas de todos colores que se perdían en la selva; arañas con caparazones grandes que describe como “arañas tortuga”; tucanes, viuditas y muchos otros pájaros; los diminutos cangrejitos de la tierra con los que jugaban en Guápiles debajo del piso; las ranitas que ellos llamaban “futbolistas” por tener mitad azul y mitad roja, como si tuvieran camisa y pantalón, y otras ranitas verdes diminutas con la pancita dorada, que podían caber en una uña.
Tuvo entonces una infancia llena de aventuras entre Limón y las fincas “El Prado”, en Guápiles, y “El Tortuguero”, en el puro Noreste de Costa Rica. Así la pequeña Lily y sus hermanos fueron niños que viajaron en tren, montaron a caballo y jugaron entre árboles de caimito y de ilang ilang; se comieron las frutillas del árbol de “lengua de vaca”, no porque fueran muy ricos, sino porque les dejaba la lengua morada; se subieron a un mandarino para disfrutar de la mañana; y se pegaron más de un susto con las serpientes de la zona. No es casualidad, entonces, que en su cuento “Daniel y serpentina”, Daniel le dice a la culebra que se encuentra en el jardín. . .
-Está bien-dijo Daniel levantándola del suelo-, ¿por qué no íbamos a ser amigos?
-Porque los niños me tienen miedo.
-Yo no- se extrañó Daniel.
-Porque estás chiquito. Ya verás: enseguida te dirán cosas horribles de mí. Tu mamá va a decirte: “Daniel, es mejor no jugar con esos animalillos, porque algunos muerden muy duro, y otros, hasta tienen veneno”. Y tu abuela. . . Eso va a ser peor: “ ¡Qué horror! Va a decir, esos animales son horrorosos, y además, ¡peligrosísimos!” Y tiene razón, porque a ella le tocó conocer muy de cerca las peores de mi raza, las que sí son venenosas. . .”
Es así como nos describe, en un cuento dedicado a uno de sus nietos, capítulos de su vida en la naturaleza. En sus memorias de un Atlántico todavía bastante salvaje aparecen constantemente animales silvestres que luego aparecen en sus cuentos y poesías : mariposas de todos colores que se perdían en la selva; arañas con caparazones grandes que describe como “arañas tortuga”; tucanes, viuditas y muchos otros pájaros; los diminutos cangrejitos de la tierra con los que jugaban en Guápiles debajo del piso; las ranitas que ellos llamaban “futbolistas” por tener mitad azul y mitad roja, como si tuvieran camisa y pantalón, y otras ranitas verdes diminutas con la pancita dorada, que podían caber en una uña.
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